Lo que la etiqueta esconde.
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ABR, 2018
Si hay una cualidad humana que nos destaca como seres sociales es, sin duda, la capacidad para transmitir nuestro conocimiento. El conocimiento humano puede propagarse por todo el planeta de manera casi instantánea y eso es uno de los elementos clave en nuestra hegemonía como especie. Una herramienta indispensable en este proceso es el lenguaje como vehículo de comunicación.
Las personas nos hemos sentido fascinadas por el lenguaje desde tiempos inmemoriales. Algunos libros trascendentales como La Biblia le otorgan un papel fundamental: “el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros…”
Dentro del lenguaje, las etiquetas, el nombre que damos a las cosas es algo que siempre nos ha cautivado. Cuando alguien te pregunta qué es algo, sin dudarlo le proporcionas su nombre como si el nombre fuera la cosa nombrada. Algunas personas de hecho, creen ser su nombre. Tenemos esta idea tan metida que ya desde antiguas civilizaciones pensaban que saber el nombre de algo te confiere cierto poder sobre ello…y esto es un error.
El nombre de las cosas, sin más, te proporciona una ilusión de saber. Eso es un conocimiento falso, hueco, un callejón sin salida. Para lo único que sirve es para calmar la incomodidad que la mayoría de las personas sienten ante la ausencia de conocimiento.
La ignorancia bien entendida debería ser la antesala del conocimiento, alentarte a ir a por más en lugar de descolocarte y paralizarte.
Cuanto más consciente eres de lo que ignoras más sabio eres en potencia, pero el nombre de las cosas tiene un efecto calmante sobre nuestro “ansia de saber”. Si un niño te pregunta ante un objeto desconocido, “¿qué es esto?” y le das su nombre el niño se comportará como si ya supiera todo acerca del objeto, pero en realidad sabe muy poco.
Esto es algo que el brillante científico y premio nobel de física Richard Feynman comprendió de niño a la perfección: cuando paseaba con su padre por el campo y le preguntaba el nombre de algún pájaro, éste le daba el nombre en todos los idiomas posibles y le decía: “ahora sabes el nombre del pájaro en todos los idiomas, dispones de una palabra más, sin embargo no sabes nada acerca del pájaro” y le alentaba a fijarse en él, en lo que comía, dónde anidaba, cómo volaba…
Feynman reconocía que probablemente esta manera de proceder de su padre había influido notablemente en su capacidad de observar las cosas para comprenderlas en lugar de conformarse con saber su nombre.
Las etiquetas, los nombres de las cosas, han sido muy importantes en términos del desarrollo humano. Son una herramienta fundamental para transmitirnos información sobre el mundo, pero tienen un doble filo porque
si nos dejamos embelesar por los nombres, perderemos el beneficio de tener una comprensión profunda de las cosas.
Si yo te dijera que voy al trabajo en mi coche puedes hacerte una idea general sobre mi medio de locomoción. Sin embargo, no sabes ni el modelo, ni el coche que es, su color, si es viejo o no, si contamina más o menos…
Sabes lo suficiente para tener una interacción social superficial, pero
para cambiar las cosas se necesita una comprensión profunda de las mismas que va más allá de una simple etiqueta.
Esto es especialmente importante en el mundo de la ayuda y desarrollo personal: si alguien te dice que siente rabia o frustración, realmente no tienes ni idea de lo que específicamente le está sucediendo a esa persona. Como mucho podrás hacerte una idea general y eso no es suficiente, pero suele pasarse por alto la mayoría de las veces.
Es como tener una caja con una etiqueta pegada que ponga libros. No tienes ni idea sobre el número y tipo de libros que hay dentro de la caja.
Ten esto presente cuando oigas palabras como “coaching”: tienes una palabra más, pero ¡no sabes nada de lo que te vas a encontrar detrás! Lo mismo sucede con otras palabras como comunicación, imaginación, recuerdo, meditación… tienes una etiqueta general, pero ni idea de la experiencia específica que la etiqueta esconde.
Esto no es lo único, por eso continuaremos con este tema en otro post…
Inspirado en metodología DBM® creada por John McWhirter.